
Pienso muchas veces en mi yaya, mi abuela, aunque nosotras nunca la llamamos así, siempre fue "la yaya". Hace ya 10 años que murió, parece mentira, pero aveces siento que está más cerca de lo que el tiempo nos dice, 10 años. Más cerca que en los primeros años posteriores a su fallecimiento. La echo de menos, echo de menos su temperamento andaluz, echo de menos su risa contagiosa y su manera de prepararnos pan frito con azúcar. Echo de menos sentarme con ella a la mesa camilla, con el brasero encendido mientras nos tapábamos las piernas con el tapete en las tardes de invierno, y echo de menos el día de Navidad con ella como anfitriona de la familia.
He madurado tanto en 10 años que mi yaya no me conoció siendo una mujer como lo soy ahora. Le explicaría muchas cosas, hablaría más con ella ahora que cuando la tenía, ¡qué paradoja!
Hace unas semanas, mientras charlaba con mi madre y le afirmaba que quiero ser comadrona me dijo algo que yo no sabía:
-Pues la yaya quería ser comadrona, ella siempre dijo que lo que a ella le gustaba era traer niños al mundo, sí, sí, siempre lo dijo. Ya sabes, antes en los pueblos las mujeres acompañaban a las parturientas sin tener formación previa, sólo tenían su propia experiencia.
Me quedé patidifusa al oír esas palabras. Para mí fue otra señal definitiva y un vínculo que de repente se creó, como un camino que se dibuja desde aquí hasta donde quiera que ella esté.
Compartiríamos tantas cosas, y supongo que ella podría vivir a través de mí todo lo que no hizo por circunstancias de la vida, ¿no?
Este es mi regalo yaya, va por ti.